Fueron pocos días, pero han estado tan llenos de gracias de Dios que nos dejan huella profunda.
Partimos el lunes 9 de agosto hacia Aranda de Duero, y aunque llegamos casi a mediodía, tuvimos oportunidad de pasear por la ciudad, que estaba animadísima. Tras la comida, en un restaurante típico en el que te podían servir sopa castellana y cordero, nos dirigimos a La Aguilera, donde vive una comunidad de doscientas religiosas, casi todas jovencísimas, que entregan su vida a Dios en la contemplación: Iesu Communio. Rezamos con las hermanas y después tuvimos un tiempo de "locutorio" al aire libre y con mascarillas. Nos contaron cómo llevaban la pandemia, sus actividades, cómo las llamó el Señor a una vida de tanta radicalidad evangélica... Nosotros también pudimos contarles sobre nuestras actividades parroquiales y alguno también relató cómo había sido su encuentro con Jesucristo. A media tarde partimos hacia Caleruega para alojarnos en la casa de espiritualidad que regentan allí los dominicos. No olvidaremos a Fray Basilio, un dominico asturiano de noventa años que se desvivió para que estuviéramos cómodos y estaba siempre pendiente de nosotros. Celebramos misa en la casa, cenamos, y nos fuimos a dar un paseo hasta la cruz iluminada que preside el pueblo desde una pequeña colina. Y en este momento llegó Atalaya, que venía algo tarde.
El martes era nuestro día cultural. Celebramos el oficio de lecturas, las laudes y la misa con la Comunidad, a la que también se unió un grupo de peregrinos franceses, de Toulouse, que andaban tras las huellas de Santo Domingo. Les encabezaba un sacerdote dominico muy joven con cara de santo. Después del desayuno salimos hacia Burgos para ver la catedral, espléndida en su aniversario, y visitar también la exposición de las Edades del hombre. Comimos de milagro en una terraza con una ajustadísima sombra ─no cabía un alma más en Burgos─ y por la tarde continuamos nuestro periplo hacia Carrión de Condes, donde continuaba la Exposición. Se nos hizo tarde y el camino era largo de regreso a Caleruega, pero todavía tuvimos tiempo para realizar después de cenar la velada más absurda y estrambótica que se haya inventado jamás. ¡Gracias Ata, Gonza, Adrián, qué buen espíritu!
El miércoles tocaba día de campo, y el plan era ambicioso. No celebramos con los frailes porque la misa iba a ser al aire libre pero tampoco queríamos irnos sin desayunar, así que lo tomamos con calma. Comenzamos por las lagunas de Neila, perdidas en la Sierra de la Demanda, a las que nos costó llegar, porque están lejos y porque el supermercado de Salas de los Infantes no daba abasto con tanto veraneante. Bueno, también hay que decir que uno del grupo salió tarde, pero no decimos quién. Tras recorrer el perímetro de dos de las cinco lagunas celebramos la misa en una simple peña que sirvió de altar. Dábamos gracias a Dios porque Paula no se había despeñado a pesar de las cinco caídas. ¡Qué agallas! La culpa era del que nos guiaba por caminos tortuosos. Eran las cuatro y nosotros sin comer. Por fin bajamos al nacimiento del río Arlanza, un paraje entre pinares lleno de paz y tranquilísimo donde montamos nuestra bacanal campestre. Era tarde ya, pero había que seguir el plan, que nos trasladaba hacia Playa Pita, el pantano donde se bañan los sorianos. Llegamos tan tarde que ya la gente se marchaba cuando nosotros nos poníamos el traje de baño. El primero, dando ejemplo, el cura. El agua era una delicia pero el cielo estaba cada vez más gris, porque según íbamos nosotros en los coches, nos acompañaba una tormenta de verano. Nos dimos prisa en alquilar las piraguas, que eso también estaba planeado, y nada más comenzar a remar, la lluvia, deliciosa al principio, temible después, granizo del gordo al final, acabó espantándonos y acortando nuestro baño. Sólo pudimos disfrutar media hora de nuestras canoas pero no se hizo corto, ya que no paramos de remar hasta alcanzar la otra orilla: Jesús, Akem y el cura... los demás ni fu ni fa; Alejandra también colaboró con el remo encargada de las fotos. Agotados, nos subimos a los coches para volver a nuestra morada, donde llegamos con algo de retraso, pero fuimos muy bien recibidos por Fray Basilio. Todavía tuvimos fuerza por la noche para hacer una hora santa en la que cantamos con nuestra maestría habitual y rezamos con fervor. A Ata le empezó a doler la garganta, pero no era coronavirus.
El jueves era el día de regreso, pero eso de regresar todavía quedaba lejos. Antes de salir hacia Silos teníamos que ver la preciosa exposición sobre Santo Domingo de Guzmán que se presentaba en el convento de las dominicas, adosado al nuestro. Tras subir al torreón del s.XI salimos hacia el pueblo del otro Santo Domingo, el de Silos, del que el primero recibió el nombre, donde visitamos el famoso claustro románico. Tuvimos la Hora Tercia con los monjes y comimos en un típico restaurante cuartelero ─no nos daba para más─. Por la tarde todavía tuvimos fuerzas para visitar el desfiladero de La Yecla por el que casi se cae Bea, y pudimos contemplar las rapaces que vuelan sobre las rocas. Carmen y Ata se adelantaron a Madrid para que el chicho se pudiera hacer un test, que no estaba muy católico. Dio negativo.
Estábamos todos tan contentos que no quisimos terminar el día sin cenar juntos, así que, de vuelta a Leganés, todo acabó en un gran restaurante de lujo de lo más selecto. ¡Ah, y Ata tenía anginas!
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