Cuando llega Halloween, podemos aprovechar su popularidad y tirón mediático, especialmente entre los jóvenes, para catequizar sobre nuestras "verdades últimas": la visión cristiana de la muerte, el juicio final, la posibilidad de la condenación, y la vida eterna del cielo.
En las sociedades occidentales, cada vez más consumistas y superficiales, se ha impuesto la celebración de Halloween; una fiesta recibida de los irlandeses en Estados Unidos y exportada desde allí a numerosos países del mundo. Halloween es una amalgama de tradiciones cristianas y paganas en torno a la muerte, que además sintetiza todos los elementos de la narrativa del terror. ¿Es algo propio de un cristiano Halloween? ¿O debemos oponernos a su celebración?
Hoy, entre los cristianos, hay una oposición notable hacia estas nuevas costumbres, propias más bien de gente pagana. Sin embargo, no hay que llegar al extremo de tildar de satánicos a todos los que se disfrazan y acuden a fiestas que se basan en realidad en jugar con un terror domesticado, por más que con el diablo y sus esferas siempre sea mejor mantener una respetuosa distancia. Halloween es un juego, un pasatiempo que mezcla la fantasía de los relatos de terror con la religiosidad natural de todo ser humano. No olvidemos que las muestras más antiguas de religiosidad son precisamente los ritos funerarios. Pero de la misma manera que cada Navidad convivimos con quienes celebran esos días santos como una fiesta simplemente pagana, los cristianos de hoy también nos resignamos a convivir con los que transforman nuestro Día de Muertos en una fiesta de disfraces lúgubres.
Es más, cuando llega Halloween, podemos aprovechar su popularidad y tirón mediático, especialmente entre los jóvenes, para catequizar sobre nuestras "verdades últimas": la visión cristiana de la muerte, el juicio final, la posibilidad de la condenación, y la vida eterna del cielo. Y más que oponernos a la celebración pagana de Halloween, tendríamos que preguntarnos si nosotros sabemos celebrar de forma adecuada la Conmemoración de los Fieles Difuntos.
Lo primero que debemos reivindicar es el sentido sagrado de los cementerios, para nosotros "camposantos" ─lugar santo─ o coemeterium ─dormitorio─ y no simplemente necrópolis ─ciudad de muertos─. El cementerio debería ser para todos los cristianos un lugar familiar y sagrado en el que los que nos preceden en la peregrinación terrena duermen en la paz de Cristo esperando despertar al domingo eterno en el que traspasarán el pórtico de la Gloria. Eso lo resumimos con la inscripción descanse en paz ─R.I.P.─ El cementerio también nos recuerda que nosotros un día reposaremos en ellos y por eso debemos vivir cada día preparados para nuestro último día. Cristo nos acompaña en la vida y estará con nosotros en el momento de nuestra muerte para decirnos lo que dijo al hijo muerto de la viuda de Naín: A ti te lo digo, levántate (Lc. 7, 14)
Si por motivos económicos o sanitarios elegimos la incineración, debemos considerar que tenemos el deber de enterrar las cenizas, y no hacer con ellas rarezas propias de paganos. (Instrucción Ad resurgendum cum Christo.) Deberíamos también plantearnos si es adecuado construir columbarios fuera de los cementerios.
La piadosa costumbre de visitar un cementerio y rezar allí por los difuntos en estos primeros días de noviembre debería ser algo habitual en las familias cristianas; incluso podemos llevar a los niños después de haberles preparado adecuadamente. En el cementerio, además de dejar flores y guardar silencio, podemos rezar nosotros mismos un responso.
La galopante Cultura de la Cancelación también está afectando a la forma en que afrontamos la muerte de los seres queridos. La piedad cristiana nos ofrece muchos elementos para acompañar el tránsito de nuestros hermanos a la vida eterna. Aunque la sociedad deseche estas tradiciones o imponga otros usos modernos basados en el psicologismo y no en la religiosidad, nosotros deberíamos aferrarnos a las buenas costumbres cristianas y no dejar que se pierdan.
Debemos recuperar la costumbre de permanecer junto a los agonizantes, aunque estén inconscientes, rezando por ellos la recomendación del alma y el rosario. También debemos llamar al sacerdote para que administre la extremaunción.
Debemos rezar en los tanatorios, haciendo de las salas verdaderas capillas ardientes en las que rogamos a Dios que se lleve al cielo al difunto que velamos. El velatorio no es otra cosa que pasar la noche junto al difunto, ofreciendo a Dios nuestra oración, nuestro silencio y nuestra vigilia para que se apiade de él. Hoy las salas de nuestros tanatorios no las concebimos como lugares de oración, por más que todavía perduren en ellas los signos religiosos. Ahí donde se pueda, deberíamos pedir a los sacerdotes que además de rezar en el tanatorio nos acompañen a la inhumación en el cementerio.
También debemos conservar la costumbre de pedir funerales ─haya habido o no misa de cuerpo presente─. El funeral a los nueve días o al mes, así como en el primer aniversario, no debería faltar. Debemos recordar también las fechas en las que nos dejaron los difuntos, ofreciendo misas por ellos.
Finalmente, cuando alguien cercano a nosotros ha perdido a un familiar, no basta con presentar nuestras condolencias los días del fallecimiento y del entierro. El consuelo a estas personas que pasan por el duelo es necesario prolongarlo durante meses, puesto que es al cabo del tiempo cuando se sienten más solas. El luto es otra costumbre que se ha perdido, pero hay un luto interior que no pasa, y es en este tiempo cuando debemos mostrar más cariño y apoyo a las personas que lo sufren.
Si conservamos todos estos actos de piedad para acompañar la muerte, y nos acordamos estos días de nuestros propios difuntos, entonces no nos preocupará tanto el Halloween pagano. Nosotros viviremos estos días con otras actitudes bien distintas. Ante la muerte, que entró en el mundo por el pecado, lo que tendrá verdadero peso para nosotros es la redención de Cristo. En Jesucristo, muerto y resucitado, Dios ha manifestado su condescendencia con el hombre pecador y su voluntad de salvarnos.
La piedad cristiana nos ofrece muchos elementos para acompañar el tránsito de nuestros hermanos a la vida eterna. Aunque la sociedad deseche estas tradiciones o imponga otros usos modernos basados en el psicologismo y no en la religiosidad, nosotros deberíamos aferrarnos a las buenas costumbres cristianas y no dejar que se pierdan.
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