VISITA A SEVILLA
No es mi deseo tener preconcebida una valoración del viaje
que estoy a punto de realizar; así pues, me acomodo en mi asiento
del tren y reposo la cabeza en el respaldo. Trato de dejar mi mente
vacía para poder sólo recrear en mi todas y cada una de las
sensaciones que me rodearán en este viaje.
El tren inicia su marcha y la primera sensación que recibo es
“inquietud”. Pero no como desasosiego del ánimo, todo lo
contrario; sino como un estado de nerviosismo alegre y
esperanzador; un alboroto contenido de plena felicidad que se
manifiesta en una sonrisa de satisfacción espiritual.
Al llegar a Sevilla, descendemos del tren con la alegría de
deambular por una ciudad bañada perpetuamente por el sol, pero
la lluvia nos sorprende. Cae sobre nosotros sin violencia, como si
fuera una ducha que desea lavar nuestros impíos pensamientos
antes de ver al Gran Poder. Levanto mi cabeza y dejo que las
gotas resbalen por mi rostro; si ha de ser así, que así sea.
Nos dirigimos a la catedral, lugar donde ha sido llevada la
talla por unos días. Al entrar, observo que la inquietud de antes
ha desaparecido y una multiplicidad de sensaciones se agolpa en
los corazones.
Felicidad.
Felicidad de estar ahí, cerca del Gran Poder, tan cerca como
nunca se había imaginado, tan cerca como para mirarle fijamente
a los ojos, cansados, sufridos, pero esperanzadores. Ojos que
parecen decir: ven, acompáñame en mi sufrimiento, pues en la
vida no todo es alegría, también hay penas que acarrear, como
acarreo yo este madero sobre mis hombros. Y la felicidad en los
rostros se baña de emocionadas lágrimas: lágrimas de esperanza,
lágrimas de fe, lágrimas de amor, lágrimas de vida.
Paz.
Veo la paz en los ojos de quienes se han postrado ante ÉL y
han rezado; veo la paz en quienes ha descargado en sus cansados
hombros sus penas y sus desdichas. Un descanso del amargo y
agotador deambular en pensamientos fatuos. Es una paz
espiritual, una paz plena, una paz grande.
Esperanza.
La esperanza se refleja en cada uno de quienes han orado, de
quienes han pedido, de quienes han abierto sus corazones y le han
enseñado sus anhelos, sus deseos. Y la esperanza dibuja una
sonrisa en sus rostros y pinta un brillo en sus miradas. La
esperanza da fortaleza para deambular sobre los períodos de
incertidumbre. La esperanza es imperecedera, aunque el destino
sólo lo conozca Él.
De regreso a su parroquia, Jesús del Gran Poder se deja
rodear por una ingente masa de fervorosos corazones que
admiran cómo le llevan en volandas. El lento caminar mermaría
la paciencia de cualquiera, pero no desanima a millares de
devotos que quieren verle pasar.
Brutal.
Porque la admiración, la devoción, la veneración es tan
grande que no puede expresarse de otra manera. No hay
curiosidad en quienes se postran para verle, sino rendidas almas
que expresan su insignificancia.
Silencio.
Millares de feligreses, agolpados en las calles, esperan a que
llegue formando un estentóreo diálogo inconcebible de acallar.
Cuando se acerca, el silencio rompe los murmullos de las voces que
esperaban su paso. Sólo los ojos, bañados en lágrimas, que le miran
hablan, gritan: eres inmenso.
Nos marchamos dejándole acogido en su basílica, donde sus
cansados hombros esperan soportar el peso de todos aquellos que le
lloran y descargan en Él sus inquietudes, su felicidad, su paz, sus
esperanzas, su admiración y su silencio.
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